Combatió la desigualdad con educación y se “atrevió” a compararse con la sociedad masculina de la época desde su celda. Desde allí se convirtió en una de las escritoras más sagaces y representativas del barroco

Juana Inés de la Cruz nació en México cuando esta región era aún Nueva España, se cree que el 12 de noviembre de 1651. Fue hija de una criolla, Isabel Ramírez, y de un capitán de origen vizcaíno, Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca. Compartió su infancia con dos hermanas, pero muy pronto destacó por su innata curiosidad y sus inquietudes. Pese a que el acceso a la educación estaba reservado, en aquel entonces, a los hombres, la niña Juana Inés se reveló como una persona de extraordinaria inteligencia. Se dice de ella que estudiaba en la biblioteca de su abuelo, en la Hacienda de Panoayan, que empezó a leer y a escribir a los tres años, que a los ocho ya escribió su primera loa eucarística y que aprendió latín en solo 20 lecciones. Tras mudarse a la capital con su familia, y con 14 años de edad, fue nombrada dama de honor de Leonor Carreto, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo. Destacó en la corte por su erudición y su habilidad para las rimas, pero, pese a haber sido apadrinada por los marqueses de Mancera, y, desafiando al futuro que le esperaba como prometida de algún buen partido de la Corte, en el año 1667, Juana Inés ingresó en un convento de las Carmelitas descalzas de México, al parecer aconsejada por su confesor. Su estancia fue breve, por cuestiones de salud, pero su vocación parecía firme: dos años después ingresó en un convento de la Orden de San Jerónimo. Allí realizó los votos y allí permaneció el resto de su vida.

Mucho se ha contado de Sor Juana Inés de la Cruz, pero si hay algo, 322 años después de su muerte, que parece cada vez más claro, es que tuvo la inteligencia de combatir a la sociedad imperante con sus propias armas. En una sociedad exclusivamente masculina, donde la mujer era un mero adorno y su honor un patrimonio familiar valioso, y donde la religión se colaba hasta en las esferas más íntimas, no cabe duda de que, más allá de una vocación que no estamos en condiciones de juzgar, Sor Juana Inés encontró en la vida contemplativa un espacio. Un lugar para ella, para sus lecturas y sus escritos, un entorno idóneo para el estudio, sin ser presionada, ni juzgada, ni depender de un padre o un marido.

Octavio Paz afirmaba que Sor Juana Inés se hizo monja para poder pensar. Y puede que sea cierto. «Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió en aquella época. Una religiosa, en principio, estaba fuera de toda sospecha. Así fue como Durante una década, Sor Juana Inés de la Cruz, se rodeó, desde su celda, de los más exquisito de la cultura mexicana. Su celda se convirtió en punto de encuentro y reunión de escritores, poetas, filósofos e intelectuales de la época, y en ella reunió una nutrida biblioteca con más de 4.000 volúmenes de materias tan distintas como teología, astronomía, pintura, lenguas o filosofía. Allí, poco a poco, comenzó a modelar su estilo y sus escritos filosóficos tomaron una deriva crítica y mordaz que muchos no supieron entender en su momento, quizá porque les chocara demasiado, viniendo de una religiosa.

Para muestra, unos de sus polémicos “botones”:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpaís…

(…) Combatís su resistencia
y luego con gravedad
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Y es que sus escritos no hablaban de su experiencia como religiosa. Sor Juana Inés nunca fue una mística al estilo de Santa Teresa de Jesús, sino una poeta. Una amante de la vida, del amor y de la complejidad del desamor, hasta tal punto que en el año 1690 recibió un toque de atención por parte del obispo de la Ciudad de Puebla, quien considero sus creaciones “demasiado mundanas”. La contestación de sor Juana fue un manifiesto, ‘La Respuesta a sor Filotea de la Cruz’, un brillante escrito que defiende el derecho de la mujer a la educación. Sin embargo, pese a su aguda réplica pública, aquella crítica llegó a afectarla en el plano personal hasta tal punto, que terminaría por deshacerse de su biblioteca y consagrándose por completo a la vida religiosa.

Apenas cinco años después, Sor Juana Inés de la Cruz moría víctima de una de la lacras de la época, el tifus. Falleció, como correspondía a su espíritu colaborativo, mientras atendía a sus “hermanas”, las compañeras que habían caído gravemente enfermas durante la epidemia que asoló México ese año. Afortunadamente su obra, que abarcó géneros tan diversos como poesía, teatro, o estudios filosóficos y musicales, continúa, más de tres siglos después, extraordinariamente viva entre nosotros, y su increíble legado sigue siendo reconocido a nivel nacional e internacional