A mitad de camino entre el mito y la realidad, Indonesia formaba parte del imaginario colectivo europeo ya en el siglo XV, pese a que aún no figuraba en ningún mapa. Eran los árabes los que conocían las rutas del preciado comercio de las especias. Para el resto del mundo, junto a tantos otros lugares del lejano Oriente cargados de exotismo, aquel archipiélago perdido formaba parte de un concepto mucho más amplio: Las Indias.

 

Las Indias. Ese lugar mágico cargado de riquezas y sobre todo de especias, tan absolutamente imprescindibles en la Europa de la época que a día de hoy nos cuesta concebirlo. La pimienta, el clavo, la canela y la nuez moscada eran productos que pasaban de mano en mano, multiplicando su valor de intermediario en intermediario y haciendo ricos a caravaneros y comerciantes. A través de la ruta de la Seda llegaban hasta los comerciantes genoveses y venecianos que las distribuían en el mercado. ¿Por qué eran tan necesarias? Hay muchas explicaciones: condimentaban una gastronomía muy básica, camuflaban o ralentizaban la putrefacción de algunos productos perecederos, se usaban en ensalmos, ungüentos y pociones de dudoso resultado y, sobre todo, llegó un momento en que su escasez y su elevado precio, las convirtieron casi en un sinónimo de estatus.

Esta situación funcionó, sin fisuras hasta 1453. Ese año, la Constantinopla cristiana cayó en manos del sultán Mehmed y pasó a ser otomana. El fin del Imperio romano de Oriente tuvo una consecuencia drástica y radical: la ruta de las especias quedaba así cortada. Europa que se había aficionado a esos productos tuvo que buscar una nueva alternativa: el mar.

Así fue como los navegantes portugueses y españoles se olvidaron del mediterráneo y se dedicaron a explorar la fachada Atlántica. Los portugueses hicieron sus deberes y en 1488, Vasco de Gama bordeó el Sur de África, descubriendo el Cabo de Buena Esperanza y todo un mundo de posibilidades más allá. Llegó a la India, entabló relaciones con los líderes locales y abrió ese nuevo mercado —quizá un poco más largo y un poco más incierto, pero sin intermediarios— para su país.

España optó por una vía alternativa. Ante la posibilidad ya contemplada en la época de que el mundo fuera redondo, las Indias —incluido aquel archipiélago al que algunos ya denominaban islas Molucas— se persiguieron desde Occidente. No iban desencaminados. Con lo que nadie contaba era con encontrarse un continente en mitad del camino. El almirante Colón persiguió durante años y años el rastro de las míticas especias en mitad de las selvas centroamericanas. Un recordatorio de por qué los indios americanos se denominan igual que los asiáticos.

En 1519, un navegante portugués de nombre Magallanes, ofrece a Carlos V la posibilidad de alcanzar las preciadas Indias, las orientales, las de verdad, por Occidente, bordeando por el Sur aquel nuevo continente. Para entonces el Tratado de Tordesillas, en 1494, ha dividido el mundo entre las dos potencias navales: a Portugal le ha correspondido la ruta oriental, que ya explota. A España no le queda otra que intentarlo por la ruta occidental. Así es como Magallanes descubre el paso sur, el estrecho que hoy lleva su nombre. Así es como navega el mar Pacífico, que ya divisó desde Centroamérica Nuñez de Balboa, y así es como muere en Filipinas sin haber conseguido su objetivo: alcanzar las Islas de las Especias.

Juan Sebastián Elcano, un piloto de Guetaria, toma el mando de la diezmada escuadra y ahora sí, por fin, la expedición consigue llegar al archipiélago indonesio. Elcano comercia con el sultán local —la población lleva islamizada desde el siglo XIII— y la Victoria, la única nave superviviente de la expedición, consigue volver a puerto tres años después de su partida con 200 hombres menos y dos constataciones irrefutables: el mundo es redondo y en las Islas Molucas hay clavo. A toneladas. Sorprendentemente el clavo es una de las especias más caras de la época. Y lo que es más sorprendente aún, no se produce en ningún otro lugar del mundo.

 

 

Cada época tiene su petróleo. O su coltán. Así es como se inagura una carrera  naval entre portugueses y españoles que enarbolan argumentos geográficos y cuestionables alianzas, y holandeses, que no tienen ninguna reivindicación histórica en la zona, pero a quienes tampoco les hace falta.

En 1602 las Provincias Unidas crean la VOC, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, para explotar clavo, macis y nuez moscada en territorio indonesio. Ubican su capital, Batavia, en la actual Yakarta, y lo que iba a ser una concesión de veinte años se convierte en doscientos. Nace la Bolsa de Amsterdam, de la que derivan todas las bolsas actuales, y la Compañía comienza a funcionar como una sociedad de accionistas. Eso sí, una sociedad con ejército propio, con capacidad para acuñar moneda y con la facultad de poder declarar la guerra a países soberanos.

Durante todo ese período, y hasta el año 1800, año del cierre de la Compañía, la VOC explota los recursos naturales del archipiélago, cometiendo irregularidades e incluso genocidios en algunas de las minúsculas islas indonesias productoras de clavo, enfrentándose a los nativos, hartos de la ocupación extranjera y a sus nuevos rivales, Francia e Inglaterra, que desean hacerse con una parte del pastel.

La política monopolística holandesa llega hasta el punto de eliminar los árboles de clavo que no pueden controlar para tratar de evitar que las semillas salgan de las islas y alguien intente cultivarlas por su cuenta. Los nativos se sublevan ante aquella política que busca matar los árboles de los que ellos llevan viviendo durante siglos. Una leyenda local cuenta que un árbol legendario sobrevive a la masacre y que de él surgirán las especies que se cultivarán en otras partes del mundo, acabando con el monopolio de la compañía. En eso es en lo que se basa el libro El último árbol del paraíso, de nuestra cicerone Emma Lira, un auténtico fresco sobre la sociedad de la época: una mezcolanza de credos y culturas inmersa en una diminuta isla cuyos habitantes apenas alcanzan a imaginar el precio que llega a alcanzar el clavo en Europa.

 

 

El archipiélago indonesio conserva aún hoy esa mezcla de culturas y acentos, ruinas de fortificaciones portuguesas junto a construcciones de la época holandesa, y el recuerdo de una época de enfrentamiento, pero también de mestizaje en la que, casi sin pretenderlo, se erigieron en el centro del mundo.

Y lo que sin duda te hará soñar y revivir una historia basada en el comercio de especias serán sus aromas. En los mercados, después de todo un día de sol, al caer la tarde, el clavo y la nuez moscada derramarán ese perfume atemporal que forma parte de su historia. Un perfume por el que un día se perdieron cargas, barcos, vidas e, incluso, imperios.

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